miércoles, 14 de agosto de 2013

La cita y la nada

El autobús no llegaba y temía llegar tarde a la cita. Sentado en la marquesina, pasaba las hojas del periódico de forma obsesiva, no leía, no miraba; preocupado, su mente daba vueltas alrededor de la única cosa que podía hacerle perder la cabeza. Era su momento, tenía que aprovecharlo. Aunque la vida nunca le brindó grandes oportunidades, sabía que esta era la última que iba a tener.

"¿Puede ser que el azar me juegue esta mala pasada?" No estaba seguro si aquello saldría bien o mal, pero no quería ser ajeno al juego del afortunado, deseaba que dependiera de él, de sus errores o sus aciertos, y no de un horario de autobús. Y es que el ser feliz en la vida es un juego en el que puedes ganar o puedes perder, pero la ruleta la debería girar siempre uno mismo.

"Y si llego a tiempo, ¿a quién podré culpar si fracaso? A mí y sólo a mí". Si decepcionante es fracasar sin tu propia colaboración, más decepcionante aún debe ser fracasar por uno mismo. Mientras, intenta pensar en algo que le haga sonreír, pero cuando los nervios te atrapan hay una extraña relación entre el estómago y la sonrisa de un hombre. Imposible.

Media vuelta y vuelve a mirar al techo del salón mientras fuera comienza el mejor atardecer posible. No había autobús, tampoco periódico, ni marquesina. Su cita no existía. Y no tuvo nada de eso porque le faltó valor para lanzar los dados. Se olvidó de que, aunque no salga siempre el número que quieres, el resultado nunca es cero. Había esperanza pero no la pudo ver, y ahora es la nada.


Brindemos por nosotros, por ellos, por ninguno;
por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos;
por todos, por los menos; por tantos y tan nada;
por esas sombras huecas de vivos que son muertos.

(Fragmento del poema "Nada", Julia de Burgos).

sábado, 10 de agosto de 2013

A una compañera

Te utilizo porque te dejas utilizar. Te uso al levantarme, al pasear, cuando lo paso bien y sobre todo cuando lo paso mal. Se que no importa porque teniéndote ahí nunca voy a estar solo. El ruido sin orden y nada más no puede hacer feliz a los hombres, por eso te necesito. Igual que el agua, igual que el calor, igual que un vuelco al corazón de vez en cuando.

Cuando me despiertas siempre consigues animarme, por muy dura que haya sido la noche anterior. Te doy las gracias, porque recuerdo que hubo noches en vela en las que tú te quedaste conmigo, la cálida acogida del sonido en una habitación cerrada me hizo sentirme seguro de mí mismo, acompañado. Pasamos juntos muchas cosas tristes, también muchas alegres. Hables en el idioma que hables, siempre hemos conseguido entendernos. Por eso no olvido el día en que me enseñaste aquellos solos de guitarra, esa línea funk de un bajista perdido en los 80, unos acordes con una melodía tan triste que, si prestabas atención, podías escuchar llorar a la noche en medio de su silencio.

Te digo que te utilizo, pero a veces creo que eres tu quien me usa a mí. Cuando cojo mi guitarra, no se si hablas tu o hablo yo, o ya estoy loco. Pero te doy las gracias otra vez, compañera, porque nada me puede hacer más feliz que colaborar a hacerte más grande, y de alguna forma devolverte el favor de acompañarme durante toda una vida. Por muy triste que suenen mis acordes últimamente. Culpa mía, supongo.